viernes, 4 de diciembre de 2015

El último sol - Poncho K

Dijo "me gusta como comes espaguetis" y después, sonrió.
Y supongo que imagino que ahí empezó un poquito todo.

Dos vasos de leche, un huevo, bacon, espaguetis, Nestea, los créditos finales de Django y un perro delgado y nervioso. Ahí fue.

Empezó ahí y un poco también el día que gritó buen viaje mientras yo corría detrás de un autobús , y la mañana que me dio las llaves de casa por si hacía frío o sueño, y el día que me llamó Momo. Y la noche que el consejo de la selva cambió a Mowgli por un buey. Cuando los lobos decidieron que el pequeño niño rana se quedaría con ellos. Que en vez de comérselo, lo protegerían y lo cuidarían hasta que se hiciera grande. Hasta que fuera fuerte y valiente.

El día aquel que el mundo decidió sonreír(le)(me)(nos) un poco.

Y también ayer. Y supongo que mañana.

Dicen, quienes dicen cosas, que nunca sabemos cuando empiezan a ser grandes aquellos que importan. Y es cierto que pocas mentiras hay más rotundas que esa.

Claro que lo sabemos. Yo lo sé. Fue ahí.
Es verdad también que no lo sé seguro. Porque no es de hierro, no está anclado al suelo, labrado en piedra, no lo ha subido esto Zeus a las estrellas. Pero es que bueno, tampoco hace falta.

Porque es que quizás no empezó ahí y quizás fue antes. Quizás después. Y da igual. Porque es que qué más da. Qué sé yo.
Si he dedicado estos últimos pocomenosdedocemeses a desaprenderme.
Cómo voy a saber yo nada si no sé ni comer espaguetis.

Si se me desenrollan del tenedor y me manchan la nariz de nata. Si pierdo los autobuses, lloro cada tres semanas y me río cuando arruga la cara y se queja de que le despeine la barba.

Cómo voy a saber yo nada si aún sigo sin entender que haya podido gustarte nada que yo haga.
Cómo.


Y también un poco cuando suena Poncho K.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Here comes the sun - The Beatles

Supongo que al final lo único que queda es vivir.
Lo único que podemos hacer.
Vivir a pesar de todo y de todos. Vivir a pesar de la necesidad de matarnos y de morirnos que el mundo tiene. Cada día y cada noche y cada segundo. Por si acaso y por nosotros.

Vivir por los que no viven y por los que no viviremos.
Vivir por el sencillo motivo de que somos. Existimos, ahora. Y estamos vivos y vivimos por eso.

Vivir por lo preciosa que es la palabra vida. Por lo mucho que brilla y lo bonito que huele a verano.

Porque supongo que además, es que es rebeldía pura.

Lucha y arte en cada carcajada. En mi sonrisa furiosa, en la música de nuestros pasos y en el silencio de tus sueños.

Creo y lo creo en serio que lo próximo que tenemos que hacer es vivir. Sobre las barricadas y a través de los muros.

Gritar todo lo fuerte que nos dejen nuestros pequeños pulmones de jilguero.
Volar todo lo alto que nos permitan nuestras alas rotas de gacela desnuda.
Soñar todo lo grande que nos lleven nuestros cansados ojos de arena seca.

Y sobre todo y especialmente, crecer. Para dejar de creer en todo lo que no existe. Dejar de matar por todo eso que no existe. Que no es, que nunca fue. Que no hay. Dejar de encontrar mentiras con las que atarnos los pasos. Olvidarlas todas y no buscar ninguna más.

Porque quizás sea cierto que al final lo único que haya y lo único que quede sea esto. Nada.

Así que vamos a estrujarlo al máximo.
Juntos y vivos, que es lo que les duele.


lunes, 9 de noviembre de 2015

al Chico del Violín:

Si algo he aprendido en estos sorprendentemente casi cuatro años de carrera, y he aprendido poco, es que el derecho al sueño es poco menos que una utopía. Que cuánto más creces, menos duermes. Que si más mayor, más cansado. Y que al final, la única salida es soñar despierto. Por imperativo legal. Soñar despierto por no poder hacerlo dormido.
Así estamos. Así vivimos. Eso sé.

Sé ahora que a nadie le gusta el café, el azul de las ojeras, el cristal frío del autobús, el pitido insolente de las puertas del Metro, las prisas, no llegar. Que nadie quiso nunca convertirse en ese revoltijo de cerebro y nada que se transporta seminsconsciente bajo el suelo de Madrid. Y que sin embargo lo hacemos. Nos rendimos sin luchar apenas. Cada día.

El mundo es gris oscuro casi mierda cuando se madruga. El mundo es hostil cuando aún no ha amanecido. Y en invierno además, es frío.

El mundo da asco que te mueres antes de las siete de la mañana. Asco puro. Asco feo.


Supongo que por eso él.
Él que tiene los ojos hundidos y los hombros encogidos. Que es alto y delgado. Que mira de medio lado con los párpados casi dormidos y un cuarto de luna bajo la nariz.

Por eso él, que apoya la mejilla en una almohada de madera y sueña despierto. Él, que construye cientos de primeras sonrisas cada mañana, merece cada una de estas letras. Y cada una de las que he escrito desde que la linea gris, circular, empezó a verme cabecear de madrugada.

Cada letra y cada bostezo, cada sonrisa y cada moneda que no he sido capaz de regalarle. Desde el primer día que él apareció, tocaba Bach, y amaneció un poco. Desde entonces, y hasta ahora.

Cada vez que aparece y cada vez que desaparece. Cada vez que no está. Y sobre todo cada vez que vuelve. Cuando Harry Potter hace de Moncloa Navidad, y cuando Dvorak trae Rusia en noviembre. Y cuando me mira y creo que ha reconocido mis ojeras. Y cuando sé que no.

Cada vez, gracias.




miércoles, 7 de octubre de 2015

Tossudament alçats - Lluis Llach

Esa gente que tararea mientras cocina, que silva mientras friega los platos, que canta la vida.
Esa gente que fuma con la espalda y la suela de un pie apoyadas en la pared.
Esa gente que espera en silencio con las manos en los bolsillos a que su perro termine de oler una farola. La misma farola cada día. Dos veces.
Esa gente que sonríe mientras camina.
Esa gente que duerme en el bus acurrucada contra el cristal.
Esa gente que juega a cosas.

Esa gente que envuelve un café caliente con las manos frías de invierno y suspira.
Esa gente que aplaude al aterrizar el avión.
Esa gente que habla a los niños como si fueran personas y no caniches pelados ridículos e idiotas.
Esa gente que espera a que el Metro pare para darle al botón de abrir las puertas.
Esa gente que se quita los auriculares al pasar cerca de un músico callejero.
Esa gente que llora en las bodas.

Esa gente que se ríe cuando se tropieza.
Esa gente que baja las escaleras de dos en dos.
Esa gente que no se aburre nunca.
Esa gente que lleva los cordones desatados.
Esa gente que se tatúa a los 18 aún sabiendo que dentro de 50 años tendrá 68.

Esa gente que tira piedras a las olas desde la arena.
Esa gente que tiene los labios y la piel cortadas por el frío, la sal o la vida.
Esa gente que ayuda a la gente en las cosas pequeñas.
Esa gente que riega las plantas del balcón.
Esa gente que se acerca una caracola al oído.
Esa gente que corre detrás de un trozo de papel que se lleva el viento.

Esa gente que da patadas a una piedra mientras anda.
Esa gente que decora la casa en Navidad.
Esa gente que ofrece a los demás cuando abre una bolsa de patatas.
Esa gente que acompaña a otra gente al médico y espera fuera. Dando paseitos con las manos atadas a la espalda y los ojos en la puerta.

Esa gente.
Que, escondida entre la masa de hombres grises, hace girar el mundo.
Cada día.


Todo lo al margen de nacionalismos, separatismos, rupturismos, secesionismos,
 libertarismos y cosismos que se pueda estar con una canción de Llach. 
Tozudamente.


miércoles, 10 de junio de 2015

What are we gonna do - Glen Hansard

Lo que aterra no es el miedo, sino la incertidumbre.

No es el miedo quien arrasa nuestros cultivos y devora nuestro ganado. No es el que incendia nuestras casas y seca nuestros lagos. Qué va.

No saber.
Eso es lo que nos atraviesa y nos come por dentro.

Lo que nos destruye no es el miedo, sino la certeza de la ignorancia. Saber que no sabemos. Sócrates debía tiritar de pánico mientras susurraba que era consciente de que no tenía ni idea. De nada.

Porque lo que nos paraliza es no estar preparados. No saber a qué nos enfrentamos. No ver más allá de nuestros pequeños pies, no poder caminar si quiera por miedo a caer en el próximo precipicio.
Nos invade la niebla, y nos elimina.
Nos absorbe y nos anula.
Nos asfixia.

Porque lo que aterra no es naufragar, si no ver acercarse las nubes y no saber si esta vez pasarán de largo. O no.
Porque lo que da miedo no es el miedo, si no su sombra.

Larga, gris y fría.


martes, 26 de mayo de 2015

Anti summersong - The Decemberists

Porque la magia de las cosas pequeñas reside precisamente en la rutina de saber que no desaparecen, 
"Cosas que hacer este verano". 
Dos puntos.

-Encontrar trabajo.
-Escribir en serio.
-Hacer deporte como si estudiara una carrera de deportes.
-Encontrar tesoros.
-Comer con las manos comida que no esté pensada para ser comida con las manos.
-Recuperar el Vals en La menor de Chopin, que tocaba perfecto hace tres años. Y que ya no.
-El Camino.
-No morderme las uñas. (¿te imaginas?)
-Dormir sin techo.
-Hacer esas cosas de la lista de Cosas que haremos cuando tengamos tiempo, ahora.
-Acabar el cuaderno de viaje de Sofía.
-Ver todo Harry Potter.
-Ver El Señor de los Anillos. La Tres.
-Perseguir al mar hasta que el mar se harte de mí.
-Ir al Rastro.
-Hacer nada. Pero poco.
-Comer en el Retiro con esa gente con la que hace un año ya que no como en el Retiro.




lunes, 25 de mayo de 2015

General Sherman y cómo Sam Bell volvió de la Luna - Zahara

Se hizo tan mayor como se hacen los niños el día que descubren que en la cara oscura de la Luna no solo no hay dragones de escamas esmeralda y ojos plateados, sino que además, no hay nada. Tan mayor como se hacen los niños que despiertan una mañana sin recordar lo que soñaron. Se hizo tan mayor que empezó a pensar en no regresar a casa. Tan serio que dejó de imaginar que sus amigos harían una cadena de sábanas y pijamas para subir a rescatarle. Tan sabio que dejó de creer que su padre tiraría de una esquina de la Luna con sus fuertes manos de padre para traerlo de nuevo a su cama. Tan gris que empezó a olvidar que allí abajo había una madre que lo recordaba con las mejillas empapadas en sal.

Tan grande que aprendió a dormir en la oscuridad, con los pies descalzos y la luz apagada.

Aprendió a caminar hacia atrás sin  mirar de reojo sobre su hombro, a orientarse sin tener que buscar el camino de migas de pan que no había dejado, y a mantener siempre al menos los dedos de un pie pegados al suelo.

Y menos mal. Porque hacerse mayor le otorgó el único superpoder que tienen los adultos. El pequeño rayo de luz que aún brilla cuando la infancia se apaga.
Resulta que hacerse mayor le enseñó a echar de menos lo que ni siquiera ha existido nunca, a amar lo que no se conoce y a agarrar fuerte lo que aún se tiene. A darse entero del todo, sin miedo. A saltar sin red y a despegar, de vez en cuando, una poquito nada más, el centímetro de piel que siempre llevaba cosido al suelo. Resulta que aprendió justo lo que jamás le habría enseñado nadie.
A enamorarse.

Resulta que el pequeño perdido que un día trepó a la Luna encontró una noche los ojos negros de una muchacha diminuta que le miraba a lo lejos. 384.400 km a lo lejos.

La vio una noche, cuando recostado sobre la espalda de la Luna esperaba a que el Sol bañara la media Tierra que flotaba sobre el horizonte, y que un día había sido su casa.

La vio y ella le vio a él, sonriendo valiente en el cielo más oscuro del pueblo más perdido del monte más frío del planeta. Se vieron y ya no supieron dejar de mirarse. Jamás.

De un astro celeste que orbita alrededor del Sol a otro. 

Y así fue como el pequeño perdido que un día subió a la Luna, el niño  que aprendió a soñar en la oscuridad, el hombre que juró que nunca volvería a despegar los pies del sueño, decidió volver.

A casa.


Continuará

lunes, 20 de abril de 2015

Que se llama Soledad - Joaquín Sabina

La Luna siguió alejándose lentamente, poco a poco, hasta que estuvo tan lejos que se hizo pequeña, hasta que fue tan inaccesible que nunca nadie volvió a pensar siquiera en la posibilidad de dormir sobre su hombro.
Se alejó tanto, tanto, que se quedó sola.
Y ahí sigue desde entonces, sola y fina.
Y sin embargo sonríe diminutamente frágil cada mes al menos uno o dos días, iluminando el cielo con esa luz sencilla y valiente, la misma luz que un día se llevó al más niño de los niños del planeta.

La misma, pero infinitamente más triste, infinitamente más pequeña, infinitamente más bonita.


Y ¿él? ¿Qué hizo él?

Él hizo lo que cualquier niño perdido en la Luna habría hecho. Lo que le obligaban los siete veranos y el millón de pecas que cargaba sobre los hombros. Lo único que podía hacer.

Llorar.

Lloró días, semanas, meses, o años. No lo sé y no lo sabremos nunca. El tiempo pasa distinto cuando se está en la Luna.
Pero lloró hasta que no quiso llorar más, y eso es lo importante, porque cuando acabó de llorar, cuando se untó por última vez los mocos en la manga, cuando después de parpadear fuerte comprobó que ya no había más niebla en sus pupilas, entonces, y sólo entonces, hizo lo que hacen los niños cuando ya no quieren llorar más.

Creció.

Y creció más de lo que habría crecido si nunca hubiera subido a la Luna. En parte porque la gravedad es menor allí que en la Tierra, en parte porque hacía más frío, en parte porque estaba más solo. Creció casi un metro y medio. Sus pies y sus manos se hicieron más grandes, su piel más dura y sus ojos más pequeños.

Y no solo creció si no que además, y esto es lo más importante, lo más escalofriante y lo más grande y lo más triste de todo, además, se hizo mayor.

Mucho.

Continuará

miércoles, 25 de marzo de 2015

Los cantantes - Leiva

Pasaron los días, las noches y los años y la Luna empezó a alejarse de la Tierra. Por esas cosas del universo que aún no sabemos si algún día entenderemos.  Empezó a alejarse un poco cada noche. Un poco muy poco.

Pero la Luna es grande y los niños pequeños, así que no se dieron cuenta y siguieron subiendo a su espalda en las noches de agosto, y aguantando la risa descalzos al amanecer.
Hasta que un día, el más pequeño, el más travieso, el más miedoso, el más feliz. El niño más niño del pueblo más perdido del monte más frío del planeta, no pudo volver.
Despuntaba el sol y todos sus amigos le esperaban impacientes, el chiquillo dejó caer sus pies a un lado de la Luna y empezó a descolgarse. Y cuando todo su peso pendía solo de sus pequeñas manos, se dio cuenta de que estaba demasiado lejos.
No sé y no sabremos nunca si la Luna se había alejado más de lo normal aquella noche, o si él se había hecho muy mayor de repente. Porque esas cosas pasan.
El caso es que aquella mañana hubo un niño menos remoloneando entre las sábanas, una madre sentada a la mesa con las mejillas mojadas y un padre con los ojos vacíos al lado.
Y un puñado de chiquillos que nunca volvieron a subir a la Luna.

Jamás.


Continuará

miércoles, 4 de marzo de 2015

Fiesta de la Luna Llena - Quique González

Hace ya un tiempo, el suficiente como para que lo hayamos olvidado, cuando los árboles aún no habían dejado de crecer y sobre la Tierra había más flores que monedas, la Luna estaba mucho, muchísimo más cerca de nosotros.
Estaba tan cerca que en las noches en las que se transformaba en un pequeño hilito de luz como hoy, los niños de los pueblos de montaña subían a los árboles para intentar alcanzarla.
Estaba tan cerca que algunos, los más altos, los más ágiles, los más traviesos y los más felices, llegaban incluso a conseguirlo algunas veces.  Especialmente en esas noches de verano en las que todo, incluso subirse a la Luna, es un poco más fácil.
Subían en pequeños grupos, ayudándose unos a otros, tirando de los más chiquitos y animando a los más miedosos. Subían y contaban cuentos, jugaban a esconderse y dormían cuando el miedo a la oscuridad y a lo enorme de lo desconocido se lo permitía. Porque eso es lo que hacen los niños cuando se les deja ser felices.
Y al amanecer, cuando la Luna empezaba a despedirse, bajaban.
Y volvían corriendo a casa, riendo a tropezones. Entraban por la ventana descalzos, aguantando la respiración, y a la mañana siguiente se hacían los remolones cuando sus padres iban a despertarles. Como siempre.
Y como siempre, los padres hacían como que no sabían. Pero sabían.
Porque ellos también habían trepado a la Luna de niños.


 Continuará.

martes, 17 de febrero de 2015

She understands - Coque Malla y Alondra Beatley

Julio sonrió y enfiló el camino a casa. 
Abril no preguntó si podía acompañarle porque pocas veces preguntaba cosas que ya sabía. Simplemente se puso a su lado y caminó junto a él.

Y hablaron de cosas. Porque es lo que se hace cuando se camina al lado de una persona. Hablaron del tiempo y de ese partido de fútbol que alguien había tenido que perder para que otro alguien ganara, y del futuro y un poco también del pasado. Y después, dejaron de comportarse como la gente que no eran y hablaron de las nubes y del viento, y de los ojos marrones del hombre que pedía en la puerta del Metro y de cómo la Luna sonríe más en invierno que en verano, precisamente porque en invierno hace más falta. Y de esos perros pequeños que ladran detrás de las verjas. Y de los sueños.

Y Abril explicó lo que había soñado la noche anterior y Julio sonrió educadamente y al final hizo un par de preguntas. Y entonces Abril le preguntó a él qué había soñado.
Y él se paró en el medio de la acera y levantó sus ojos negros hacia ella y murmuró:
-Yo no sueño cosas.

Y había tanta sinceridad en esas palabras, y era tan horriblemente triste aquello que Abril le tendió la mano y Julio se la cogió.

Y continuaron caminando en silencio hasta casa. A cero centímetros de distancia.

Ojo. Porque la entrada puede estar más o menos bien y más o menos mal. 
Pero en esta canción, Coque y Alondra hacen magia.

viernes, 30 de enero de 2015

El dormilón - Iván Ferreiro

- ¿Qué haces cuando no duermes?
- Escribo
- Escribes mucho entonces
- Muchísimo
- Y ¿sobre qué escribes?
- No sé. Sobre el pasado, el futuro, el mundo, la vida, sobre ti, sobre mí, esas cosas. Escribo lo que soñaría si durmiera.

Abril levantó la cabeza de su hombro y lo miró. Lo miró como si no le hubiera visto nunca. Como si acabara de aparecer debajo de su oído. Lo miró y pensó guau.
Julio sonrió.
- Se puede vivir sin dormir, pero no sin soñar.

Pero cómo no iba a enamorarse de él.

Ella es la esperanza de la humanidad
él escribe mientras ella duerme

jueves, 15 de enero de 2015

Kalinka - Canción tradicional rusa

Es pequeño.

No sé cuántos años tiene porque no sé calcular edades de niños. Pero Mario, el más chiquito del grupo de peques del campamento, cumplió allí los cinco. Y él es más pequeño que Mario.

De todas formas, da igual. Porque no tendría cinco años aunque los tuviera.
Es pequeño, es muy pequeño, pero no es un niño.

Es un flequillo castaño rectísimo, un puñado de pecas y unas manos prematuramente ásperas. Y unas zapatillas con las suelas gastadas, un jersey de lana y la sonrisa más muerta de Estambul.
Es un acordeón que lloriquea entre sus dedos, y una cazuelita con tres monedas frías.
Es esa música rusa que suena triste precisamente por ser demasiado alegre.
Es un cártel que dice "Give me for food, sir"
Y unos ojos negros.
Y es pequeño.
Pero no es un niño.

No es un niño. Qué va.
Cómo va a serlo si ya sabe sonreír de mentira, si ha olvidado como se sueña sencillo.
Si tiene más vida entre sus dedos que yo en todos mis cuadernos de notas.
Si sus ojos miran triste cuando canta.

No es un niño, pero es pequeño.
Muy pequeño.


Estambul, 2014