Llegaba a un edificio alto, grande. En el centro de una plaza por la que no dejaban de pasar coches rojos. Entraba por el sótano, cuyas bombillas no dejaban de parpadear. Aún siguen.
Y subíamos escaleras y escaleras. Había laberintos de estanterías en cada planta con los artículos más lujosos del planeta. Y niños pequeños delgadísimos y serios con la mano extendida pidiendo algo de comer. Recuerdo que se agarraban a nuestros pies y tú (mira, aquí ya estabas, ¿cuándo has llegado?) los mirabas con tristeza y me decías "aquí la vida es así". Yo me esforzaba por no llorar pero no lo conseguía.
Y entonces, llegábamos. La planta más alta del edificio más alto del mundo. Tú y yo delante de una puerta azúl metálico. Y un hombre negro en la puerta, que cruzaba los brazos y cerraba los ojos. Peleábamos con él pero no se movía. Nada, ni un poquito. Yo le tiraba cosas, tú gritabas y agitabas los brazos, nunca te he visto tan enfadado. Al final nos dábamos la vuelta y empezábamos a bajar las escaleras.
Después estabas en la ventana apoyado, mirando hacia abajo y decías "he gastado todo mi tiempo en venir hasta aquí, ya no podemos hacer nada". Yo no quería entenderlo pero lo entendía. Te preguntaba ¿estoy sola? y tú me mirabas y asentías.
Y entonces caías hacia abajo. De espaldas, mirando al cielo, desde el infierno más alto del mundo. No llorabas nada. Solo caías.
El hombre negro abría los ojos y sonreía.
Ya está, eso es todo. Después me desperté.
Y cuando conseguí recuperar el aliento, busqué tu teléfono. Y ahora estoy luchando contra mi miedo a la voz metálica para llamarte.
Cógelo, por favor.
Dime que aún tenemos tiempo.