Antes de correr, era una chica que caminaba por la calle, tranquila, despacio, acariciando con la punta de los dedos la pared que pasaba a su izquierda, sonriendo sin querer, disfrutando del día que había decidido vivir.
Pero de pronto, corre. Corre esquivando peatones y cruzando semáforos en rojo. Corre sin mirar hacia donde corre, sin buscar nada. Sin huír de nada. Corre y no para. Normalmente la gente corre para huír de algo o para alcanzarlo. Corremos desde algo o hacia algo. Pero ella no. Ella simplemente avanza.
Corre como si no fuera a detenerse nunca.
Saúl la observa desde la ventana mientras escucha como su corazón se acompasa al de la chica que corre. Ha presenciado todo el proceso y ahora la ve correr con tantas ganas, derrochando tanto oxígeno, brillando con tanta fuerza, que no puede evitar desear alcanzarla.
Correr con ella y descubrir la ciudad a su paso. Subir cuestas al ritmo de sus pies, bajarlas dejando que el corazón se desboque y el pecho llore de emoción. Atravesar el mundo. Y no cansarse nunca.
Pero no lo hace. ¿Cómo va a hacerlo? No. Apoya la cabeza en el marco de la ventana y cuelga la mirada en ese punto inexacto del horizonte en el que la ciudad acaba y el universo comienza.
Y espera paciente a que la chica que corre desaparezca en su avance hacia el infinito. Escuchando correr a su corazón, que sueña que vuela.