miércoles, 25 de marzo de 2015

Los cantantes - Leiva

Pasaron los días, las noches y los años y la Luna empezó a alejarse de la Tierra. Por esas cosas del universo que aún no sabemos si algún día entenderemos.  Empezó a alejarse un poco cada noche. Un poco muy poco.

Pero la Luna es grande y los niños pequeños, así que no se dieron cuenta y siguieron subiendo a su espalda en las noches de agosto, y aguantando la risa descalzos al amanecer.
Hasta que un día, el más pequeño, el más travieso, el más miedoso, el más feliz. El niño más niño del pueblo más perdido del monte más frío del planeta, no pudo volver.
Despuntaba el sol y todos sus amigos le esperaban impacientes, el chiquillo dejó caer sus pies a un lado de la Luna y empezó a descolgarse. Y cuando todo su peso pendía solo de sus pequeñas manos, se dio cuenta de que estaba demasiado lejos.
No sé y no sabremos nunca si la Luna se había alejado más de lo normal aquella noche, o si él se había hecho muy mayor de repente. Porque esas cosas pasan.
El caso es que aquella mañana hubo un niño menos remoloneando entre las sábanas, una madre sentada a la mesa con las mejillas mojadas y un padre con los ojos vacíos al lado.
Y un puñado de chiquillos que nunca volvieron a subir a la Luna.

Jamás.


Continuará

miércoles, 4 de marzo de 2015

Fiesta de la Luna Llena - Quique González

Hace ya un tiempo, el suficiente como para que lo hayamos olvidado, cuando los árboles aún no habían dejado de crecer y sobre la Tierra había más flores que monedas, la Luna estaba mucho, muchísimo más cerca de nosotros.
Estaba tan cerca que en las noches en las que se transformaba en un pequeño hilito de luz como hoy, los niños de los pueblos de montaña subían a los árboles para intentar alcanzarla.
Estaba tan cerca que algunos, los más altos, los más ágiles, los más traviesos y los más felices, llegaban incluso a conseguirlo algunas veces.  Especialmente en esas noches de verano en las que todo, incluso subirse a la Luna, es un poco más fácil.
Subían en pequeños grupos, ayudándose unos a otros, tirando de los más chiquitos y animando a los más miedosos. Subían y contaban cuentos, jugaban a esconderse y dormían cuando el miedo a la oscuridad y a lo enorme de lo desconocido se lo permitía. Porque eso es lo que hacen los niños cuando se les deja ser felices.
Y al amanecer, cuando la Luna empezaba a despedirse, bajaban.
Y volvían corriendo a casa, riendo a tropezones. Entraban por la ventana descalzos, aguantando la respiración, y a la mañana siguiente se hacían los remolones cuando sus padres iban a despertarles. Como siempre.
Y como siempre, los padres hacían como que no sabían. Pero sabían.
Porque ellos también habían trepado a la Luna de niños.


 Continuará.