lunes, 3 de febrero de 2020

Yamal, 15 años

Calais, frontera francesa

Llueve y solo llueve 
y siempre llueve y quizás
por eso hasta el mar
es gris.

Somos, pienso, 
dos alondras que tiritan.

No hay luz en tus ojos 
porque no hay ojos en tus ojos. 
Tienes -a cambio- inundados los párpados de la sombra
que ha perdido esta ciudad sin sol 
y aún, sonríes.

Ojalá, pienso, 
no fueras un niño. 
Ojalá al menos hubiera en ti un ayer 
cálido, feliz, color naranja.

Un entonces al que volver cuando te encuentres 
-ahora que te encuentras-
frente a este horror 
que es crecer donde no se te quiere.

Pero eres aún un crío 
y ya has crecido demasiado 
y yo, sin embargo, 
soy tan pequeña. 

No te quieren -y lo sabes- 
y aún, sonríes.
Ahora, que sonreír es más que nunca 
apretar los dientes. Morder la vida. Y abrazarse al frío.

"Il faut vivre" -hay que vivir, me dices
y sonríes. 

Y yo, que sé que llevo en los ojos
el mar  hacia el que un día partieron tus gaviotas.
Yo, 
yo soy tan pequeña.

Yamal es un nombre ficticio que también podría no serlo. 
Esto es una movida que leí en el "Poesía o Barbarie" que organiza Más que Palabras, del 28 de enero. La foto la hicieron ellos. 
Salgo muy delgada pero bueno, Yamal también estaba muy delgado cuando lo conocí.

martes, 6 de agosto de 2019

Lejos de la ciudad - Muerdo

Se está quemando un monte en Madrid, ¿no?
Conducíamos hacia la playa, ella se giró un momento y dijo se está quemando tu casa, ¿no? Lo dijo como por hablar de algo, como para romper el silencio, en el descanso entre canción y canción. 
Lo dijo porque Radio 3 hace una pausa de anuncios al final de "Cuando los elefantes sueñan con la música" que es quizás demasiado larga. 
Yo dije ah sí, no tenía ni idea. Y abrí google y ahí estaba. 

Un monte en Madrid quemándose. 
Yo disfruto de decir que vivo en Madrid pero que no soy de Madrid. Disfruto odiando la ciudad que me ha criado y me ha cuidado y me ha enseñado a coger el Metro y a caminar rápido y a comer de pie. 
Disfruto diciendo que lo mejor que tiene Madrid está fuera de Madrid. 

Pues resulta que lo mejor que tiene Madrid se está quemando. 
O sea no. No es verdad. Se está quemando un trozo pequeño. Los bomberos que tiene Madrid y los que tiene Segovia son superheroes. El fuego está casi controlado. Lo mejor que tiene Madrid no se ha quemado. Pero puede quemarse. Creo que eso es lo que me ha anudado el estómago mientras N. conducía hacia Fornells. Mientras la radio hablaba de música y yo no escuchaba.

Puede quemarse la charca en la que vi este verano siete gallipatos. La charca que mi hermano cuida y mide y vigila -guardián solitario en la noche- mientras el resto dormimos. 
Puede quemarse la encina que planté con Javi. 
Los pinos a los que trepé con Y.
El abedul que encontramos detrás de un muro de piedra, abrazado a la roca. Luchando contra la desaparición. El último abedul. Puede quemarse y desaparecer y ser de verdad el último.
Puede quemarse el roble bajo el que César y yo estuvimos casi dos horas mirando pájaros. En silencio. Felices. 
Puede quemarse (y se ha quemado) el monte al que llevé a mis amigos cuando quise enseñarles lo mejor que tiene Madrid. Se han quemado nuestros baños en el río, la merienda en el prado, el atardecer desde el puerto.
Pueden quemarse los alcornoques que no he visto. Pueden quemarse y entonces dejarán de existir y yo nunca habré acariciado su corteza. 
Puede quemarse el mirador en el que a Winnie y a mí nos atacó un zorro. 
Puede quemarse y se ha quemado el trozo de sierra que dibujé con acuarelas hace unos meses.
Puede quemarse y se ha quemado la familia de pinos silvestres que plantamos hace dos años. Que ya habían echado raíces y sobrevivido dos inviernos. Que eran preciosos y tenían las hojas verde brillante. Y que eran míos y que ya no están. 

Puede quemarse y se está quemando lo mejor que tenemos que es el bosque. 
Puede llenarse de basura y se está llenando de basura lo mejor que tenemos que es el mar.
Pueden secarse y se están secando lo mejor que tenemos que son los ríos. 
Y nosotros no nos estamos dando cuenta. 

Vivimos creyendo que lo mejor que tenemos que es de cristal no va a acabarse nunca. Que es infinito. Y un día alguien te mira de reojo y te dice "oye, está desapareciendo tu casa". 
Y tú no lo sabías. 
Y ya no puedes hacer nada, porque ya no está, porque ya no existe. 
Y aunque apagues el fuego ya no está. Porque después del fuego solo queda humo, cenizas y gris. 

Hay que hacerlo ahora. Hay que hacerlo de verdad.
Hay que hacerlo ya y no hay que hacer otra cosa. Porque no hay otra cosa que sea mejor que lo mejor y lo único que tenemos que somos nosotros y el lugar que habitamos y el espacio en el que somos felices. 

No podemos permitir que se queme y se está quemando.

viernes, 22 de marzo de 2019

Anhelando iruya - Perota Chingó

Había hoy un colirrojo tizón posado en la mesa de la terraza.
Mientras yo desayunaba café quemado y tostadas frías, él se comió las migas que quedaron de aquella noche.
Me ha parecido poético, ya ves. Un pájaro negro, pequeño, delicado y tímido, devorando uno a uno los restos de lo que tú y yo somos. Éramos, supongo. Haciéndonos desaparecer.

Desayuno en silencio mirando como un pájaro con nombre de criatura fantástica devora a tus hijos y pienso que tal vez no quedaba en casa nada más de ti ya que migas de pizza.
Nada más, he lavado hoy las sábanas.
Nada más, he tirado las flores de la mesa.
Nada más, me estoy comiendo como el colirrojo el medio aguacate que quedaba en la nevera.
Pienso que no sé si te echo de menos a ti o es sólo que me da miedo no volver a ser feliz. Tan feliz, quiero decir.

Son casi las diez. No ha salido el sol, ni va a salir. Sale poco el sol últimamente.

Mañana hay un eclipse de Luna, vimos el último juntos. En verano. En pantalón corto, felices. No creo que te acuerdes, no creo que me llames. Creo pocas cosas últimamente.

No sólo no va a salir el sol, sino que además está empezando a llover. El colirrojo se queda quieto, mojándose. Sin saber qué hacer. Preguntándose si merece la pena mojarse las alas por las pocas migas que quedan. Como yo.

Me acerco a la ventana, para abrir, por si quiere pasar. Sigue lloviendo. Creo que me mira. No sé si me ve. Abro, un poco, haciendo apenas ruido.

El colirrojo se asusta y vuela, como tú.
Lo veo volar y se me saltan dos lágrimas. Por fin. Tenía ganas de llorar, ya ves.

Cuídate. Digo y sé que no me oye.
Pero me da igual. Me importan pocas cosas últimamente.

Texto premiado en el XXV Concurso de Literatura Epistolar de Calamocha (que está en Teruel)


domingo, 24 de febrero de 2019

Niña de la selva - Ombligo

Hay una cosa que pasa a veces cuando escalas que es que te descubres en un sitio del que no sabes cómo salir. Un sitio incómodo.

Las manos agarradas a un resquicio de roca, un pie apoyado en un saliente pequeño, el otro flotando cerca de la pared. Buscas con los ojos y las manos y no hay nada seguro y cerca. Nada.
Pero no puedes quedarte ahí, agarrada a la nada, mucho más tiempo, tampoco.

Normalmente, en estas situaciones descubres de pronto un hueco o un saliente. Una muesca grande, manchada de magnesio. Un clavo ardiendo, vaya. La huella en el camino de aquellos que vinieron antes que tú.

Está ahí, segura y cómoda. Casa.

Pero para llegar tienes que soltarte de la minucia donde estás. Claro.
Porque el refugio está lejos.
Entonces hay que saltar. Y entonces saltas. Y entonces puede ser que te agarres y todo bien y venga, a seguir.
Pero puede ser también que no llegues al refugio. O que llegues y no lo agarres. O que lo agarres y se te resbale la fuerza. Y hala, al vacío contigo.
A esta cosa de caerse después de saltar que pasa a menudo en escalada se le llama volar.
Y es precioso de ver pero difícil de hacer. Claro.

Ocurre también otra cosa. Una más. Y es que en cuanto ves, en cuanto sabes, que hay eso allí, que tienes que ir allí, hay que hacerlo. Porque cuanto más tiempo pasas en el resquicio más cansada estás, más tensos tus brazos, más te duele el pie que sujeta todo tu miedo. Puede pasar, incluso, que tus dedos suden y tus piernas tiemblen y hayas pasado demasiado rato atada a nada y entonces te escurras. Sin más. A eso de escurrirse sin más en la vida en general y en la escalada también se le llama caerse.

Pasa otra cosa más todavía. La mejor. Y es que si no vuelas, te caes. Siempre. No hay otra. No hay más salida que el valor. No se puede huir si no es hacia delante.
Y si no arriesgas, pierdes. Siempre.

Yo me he caído muchas veces. Pero no he volado nunca.
Ya ves.
Me da miedo.

Os iba a poner un video de Adam Ondra escalando. Pero no he encontrado ninguno en el que lleve casco, y me he imaginado una conversación futura con mi madre sobre lo peligrosísimo que es escalar y ten cuidado. Así que nada de Adam Ondra.
A cambio os dejo una canción que me hace feliz. Sin más. Adam, ponte casco, porfa. Que no te cuesta nada. Que te lo regalan, seguro.  

martes, 18 de diciembre de 2018

y no lo entiendes

No sé cómo explicarte el miedo.
Las ganas de llorar, la rabia, el nudo en la garganta, las manos frías. El miedo.
No sé cómo explicarte que existo con la certeza de que si estoy viva, si sigo viva, es sólo porque no me ha matado nadie. Que no dependo de mí.

Que le temo más a las personas que me rodean que a la guerra, el cáncer, la contaminación de Madrid. No sé qué te da miedo a ti, a mí me das miedo tú.

Porque sé, he aprendido, y no soy capaz de olvidar, que vivo en un mundo que no es mío. Que no es mío porque es vuestro. Y yo, bueno, yo estoy de prestado.

Y lo sé. Por eso este miedo que tú no entiendes aunque lo veas. Por eso gritamos y lloramos y salimos a la calle y nos quejamos. Y da igual. Nos siguen matando.
Porque no hemos conseguido que lo entiendas. Porque no se puede explicar el miedo.

Yo no sé aunque quiero explicarte cómo es saber que no te perteneces. Que no me pertenezco.
Mi vida no es mía. Mi cuerpo no es mío. Mi seguridad no es mía. Ni mi libertad. Ni mi muerte.

Pero necesito que lo entiendas. Porque hasta que no lo entiendas seguiremos siendo "halladas sin vida". Hasta que no entiendas que nos matan nos seguiremos muriendo.

Hasta que no temas tú también que yo no regrese. Que ella no vuelva.
Hasta que no te duela a ti cada muerte y cada "desaparecida". Hasta que no seas capaz de aceptar que nos mata el silencio. Las excusas. Las justificaciones.

Hasta que no sientas el miedo una tarde normal soleada de domingo. Una mañana, un martes por ejemplo, yendo en metro a trabajar. Una noche, al bajar del autobús en la última parada.

Ojalá llegue el día que lo sientas, el miedo crónico. El miedo a morir en cualquier momento. A salir a la calle y tener la desgracia de gustarle a alguien. O de no gustarle. El miedo a que te maten por ser.
Sin más. Cada día, todos los días.

Ojalá pudiera explicarte el miedo.
Porque el día que lo entiendas a lo mejor deja de molestarte tanto que te tenga miedo y empiezas a exigir que dejen de matarnos.

"Cuando sangres lo entenderás.
Y digo, cuando sangres lo entenderás
porque ves sangrar
y no lo entiendes"
Antonio Díez

sábado, 13 de octubre de 2018

Nuvole bianche - Ludovico Einaudi

Nadie te avisa de eso. Todo el mundo lo sabe pero nadie te lo dice. Y hay un día que las golondrinas no vuelven. Por lo que sea.
No vuelven. 
Y entonces qué.

Han cerrado el Angelcar. El Angelcar tenía un escaparate bajito que quedaba a la altura de los ojos si tenías seis, siete, ocho años y en el que vivían figuritas de plástico de casi todos los personajes Disney. Estaba Robin Hood. 

Lo saben todos. Por eso nadie te lo cuenta. Lo sabía yo también, pero no lo dije. No te atreves a decir esas cosas. Por si acaso. Por si acaso qué, si al final. Al final cierran el Angelcar y las golondrinas no vuelven y otro septiembre más que no llueve prácticamente nada. 
Y parece que además de a Robin Hood también nos hayan quitado un mes de invierno. 

Vive cerca del Angelcar una muchacha con el pelo oscuro y los ojos negros que iba conmigo al colegio. Nos encontramos a veces en el autobus, en la compra, pesando naranjas. Nos gusta saludarnos y sonreirnos, aunque no nos conozcamos ya. 

Está también el escenario en el que tocaba el piano de pequeña, con los pies colgando de la banqueta. Con miedo a todo. Subía yo a esa banqueta vestida totalmente del todo de miedo. Solo miedo. Era una banqueta pequeña en realidad. Es un pueblo pequeño. 

No hay nadie tan valiente como para decirte que quizás dejes de tocar el piano un día, que se irán las golondrinas, que van a cerrar el Angelcar, que saludarás con los ojos y la voz a una chica a la que ya no conoces apenas. Que todo se acaba, todo se cierra, todo se va. 

Pero el miedo no, maja. El miedo es tuyo, el miedo te lo quedas. Hay un día que te vistes de miedo y ya para siempre. 

Y a lo mejor un día encuentras de nuevo un escaparate con la figurita de Robin Hood, a lo mejor vuelves a sentarte al piano y descubres que con los pies apoyados en el suelo todo es un poco más fácil, a lo mejor octubre se llena de lluvia y de viento y hace invierno por fin. Puede. A veces vuelven las golondrinas. 

Pero tú vas a seguir vestida de miedo. Gorro de miedo, bufanda de miedo, zapatos de miedo. Los zapatos de miedo son lo peor, todo el mundo lo sabe. Porque aprietan y hacen herida y por eso a los niños no les gusta llevarlos. Pero aunque todo el mundo lo sabe, como nadie se atreve a decirlo, nos los ponemos. Pontelos, ponselos. Y entonces qué. 
Ahora qué.

Ahora no somos más que un puñado de golondrinas atadas al suelo.
Ahora no sirve de nada que todo el mundo lo supiera. Que nos lo imagináramos un poco.
Porque han cerrado el Angelcar. Y Robin Hood envejece detrás de un cristal. Y hay un cartel que dice "se traspasa" y a mí no me sale el estudio de Chopin que tocaba con los pies flotando en el aire. 
Y es que ahora ya da igual.
Porque ya no podemos volver.

Para P. Encontraremos cómo hacerte volver. Estoy segura. 

lunes, 17 de septiembre de 2018

A beggining song - The Decemberists

Una pequeña vida feliz.
A lo mejor solo quiero eso. Vivir sin más, poco a poco. Paso a paso.

A lo mejor solo quiero un trabajo fácil, simple, donde se sonría de vez en cuando a gente pequeña y sencilla. Algo a menos de media hora de casa. A lo mejor me basta con ir a trabajar en bici, o andando con el desayuno a medias en la mano.

A lo mejor lo que quiero es una casa ridícula, pequeñísima, prestada. Que me cueste menos de lo que gano cada mes. Una casa donde solo quepa yo. Yo y un perro marrón. Tan solo una casa con una ventana y una mesa. Y que me quede un poco de dinero y un poco de ganas y un poco de tiempo al final de cada mes para viajar un pelín. Un pelín solamente.

A lo mejor me apetece tener cinco (o seis) muy buenos amigos. Y ya. Y ninguno más. Cinco o seis o siete personas sencillas y buenas que me miren y me vean como soy. Quizás invitarlas a casa y hacer pizza con las manos, a lo mejor ver Robin Hood juntos, puede que conducir al mar. Poco más, nada más.

A lo mejor alguien que sonría mucho y sea feliz que me acompañe cuando subo a las piedras. Que me mire desde abajo y que extienda los brazos cuando caiga para parar mi espalda con sus manos. Alguien que me enseñe a tocar "Que tinguem sort" con la guitarra. Alguien que cante bonito. Quizás, a lo mejor, alguien que también tenga miedo a volar en avión.

Puede que solo quiera eso.
Una sencilla vida feliz. Y poco más.
Nada más.

A lo mejor por eso es tan difícil.