jueves, 19 de noviembre de 2015

Here comes the sun - The Beatles

Supongo que al final lo único que queda es vivir.
Lo único que podemos hacer.
Vivir a pesar de todo y de todos. Vivir a pesar de la necesidad de matarnos y de morirnos que el mundo tiene. Cada día y cada noche y cada segundo. Por si acaso y por nosotros.

Vivir por los que no viven y por los que no viviremos.
Vivir por el sencillo motivo de que somos. Existimos, ahora. Y estamos vivos y vivimos por eso.

Vivir por lo preciosa que es la palabra vida. Por lo mucho que brilla y lo bonito que huele a verano.

Porque supongo que además, es que es rebeldía pura.

Lucha y arte en cada carcajada. En mi sonrisa furiosa, en la música de nuestros pasos y en el silencio de tus sueños.

Creo y lo creo en serio que lo próximo que tenemos que hacer es vivir. Sobre las barricadas y a través de los muros.

Gritar todo lo fuerte que nos dejen nuestros pequeños pulmones de jilguero.
Volar todo lo alto que nos permitan nuestras alas rotas de gacela desnuda.
Soñar todo lo grande que nos lleven nuestros cansados ojos de arena seca.

Y sobre todo y especialmente, crecer. Para dejar de creer en todo lo que no existe. Dejar de matar por todo eso que no existe. Que no es, que nunca fue. Que no hay. Dejar de encontrar mentiras con las que atarnos los pasos. Olvidarlas todas y no buscar ninguna más.

Porque quizás sea cierto que al final lo único que haya y lo único que quede sea esto. Nada.

Así que vamos a estrujarlo al máximo.
Juntos y vivos, que es lo que les duele.


lunes, 9 de noviembre de 2015

al Chico del Violín:

Si algo he aprendido en estos sorprendentemente casi cuatro años de carrera, y he aprendido poco, es que el derecho al sueño es poco menos que una utopía. Que cuánto más creces, menos duermes. Que si más mayor, más cansado. Y que al final, la única salida es soñar despierto. Por imperativo legal. Soñar despierto por no poder hacerlo dormido.
Así estamos. Así vivimos. Eso sé.

Sé ahora que a nadie le gusta el café, el azul de las ojeras, el cristal frío del autobús, el pitido insolente de las puertas del Metro, las prisas, no llegar. Que nadie quiso nunca convertirse en ese revoltijo de cerebro y nada que se transporta seminsconsciente bajo el suelo de Madrid. Y que sin embargo lo hacemos. Nos rendimos sin luchar apenas. Cada día.

El mundo es gris oscuro casi mierda cuando se madruga. El mundo es hostil cuando aún no ha amanecido. Y en invierno además, es frío.

El mundo da asco que te mueres antes de las siete de la mañana. Asco puro. Asco feo.


Supongo que por eso él.
Él que tiene los ojos hundidos y los hombros encogidos. Que es alto y delgado. Que mira de medio lado con los párpados casi dormidos y un cuarto de luna bajo la nariz.

Por eso él, que apoya la mejilla en una almohada de madera y sueña despierto. Él, que construye cientos de primeras sonrisas cada mañana, merece cada una de estas letras. Y cada una de las que he escrito desde que la linea gris, circular, empezó a verme cabecear de madrugada.

Cada letra y cada bostezo, cada sonrisa y cada moneda que no he sido capaz de regalarle. Desde el primer día que él apareció, tocaba Bach, y amaneció un poco. Desde entonces, y hasta ahora.

Cada vez que aparece y cada vez que desaparece. Cada vez que no está. Y sobre todo cada vez que vuelve. Cuando Harry Potter hace de Moncloa Navidad, y cuando Dvorak trae Rusia en noviembre. Y cuando me mira y creo que ha reconocido mis ojeras. Y cuando sé que no.

Cada vez, gracias.