lunes, 20 de abril de 2015

Que se llama Soledad - Joaquín Sabina

La Luna siguió alejándose lentamente, poco a poco, hasta que estuvo tan lejos que se hizo pequeña, hasta que fue tan inaccesible que nunca nadie volvió a pensar siquiera en la posibilidad de dormir sobre su hombro.
Se alejó tanto, tanto, que se quedó sola.
Y ahí sigue desde entonces, sola y fina.
Y sin embargo sonríe diminutamente frágil cada mes al menos uno o dos días, iluminando el cielo con esa luz sencilla y valiente, la misma luz que un día se llevó al más niño de los niños del planeta.

La misma, pero infinitamente más triste, infinitamente más pequeña, infinitamente más bonita.


Y ¿él? ¿Qué hizo él?

Él hizo lo que cualquier niño perdido en la Luna habría hecho. Lo que le obligaban los siete veranos y el millón de pecas que cargaba sobre los hombros. Lo único que podía hacer.

Llorar.

Lloró días, semanas, meses, o años. No lo sé y no lo sabremos nunca. El tiempo pasa distinto cuando se está en la Luna.
Pero lloró hasta que no quiso llorar más, y eso es lo importante, porque cuando acabó de llorar, cuando se untó por última vez los mocos en la manga, cuando después de parpadear fuerte comprobó que ya no había más niebla en sus pupilas, entonces, y sólo entonces, hizo lo que hacen los niños cuando ya no quieren llorar más.

Creció.

Y creció más de lo que habría crecido si nunca hubiera subido a la Luna. En parte porque la gravedad es menor allí que en la Tierra, en parte porque hacía más frío, en parte porque estaba más solo. Creció casi un metro y medio. Sus pies y sus manos se hicieron más grandes, su piel más dura y sus ojos más pequeños.

Y no solo creció si no que además, y esto es lo más importante, lo más escalofriante y lo más grande y lo más triste de todo, además, se hizo mayor.

Mucho.

Continuará