jueves, 29 de mayo de 2014

The wrestler (BSO) - Bruce Springsteen

Es curioso. El ser humano se encoge cuando envejece.
Llegados a una edad, arrugamos la piel, cerramos los ojos, encogemos los hombros y nos hacemos pequeñitos. Justo cuando más mayores somos. Somos graciosas las personas.

Hace poco vi a una mujer que se había encogido tanto, era tan diminuta, tan arrugadita, que debía de ser muy mayor. Heróicamente vieja. Tan vieja como quiero ser yo algún día. Infinita.
Era una mujer infinitamente arrugada que caminaba con pasitos muy pequeños y las manos en la espalda. Me fascina la gente que lleva las manos en la espalda cuando pasea. Sería largo explicar por qué, pero no creo que sea necesario. Volvamos a la mujer infinita.

Caminaba como Casiopea, con esa tranquilidad que tanto le costaba comprender a Momo. Eternamente sin pausa. Eternamente perseguida por los hombres grises. Inalcanzable. Inmortal.

Ella caminaba y el mundo rugía a su alrededor. No diré que el cielo se cubrió de nubes y que rayos y centellas cruzaron el horizonte, por queno fue así, pero hacía frío. Frío y viento y empezaba a chispear. Hacía eso que los vascos en su poesía cotidiana dieron a llamar txirimiri.

Hacía viento y las ramas de los árboles se agitaban y la humanidad corría a resguardarse. Y ella. Ella se paró en frente de una valla de metal, metió la mano entre los barrotes y empezó a lanzarle trocitos de mortadela de aceitunas a un gato pequeño y sucio. Mientras decía "corre, pequeñito que hace frío".

Creo que si el universo no explotó aquel día, fue gracias a ella. A ella, que resistió en medio del frío de un Mayo extrañamente lluvioso para dar de comer a un gato callejero pequeñito. Que se paró y vigiló que se lo comiera todo, que después le acompañó hasta un soportal para que no se mojara. A ella que era tan inmensamente pequeña que era enorme.

Quizá el mundo se mantenga en pie tan a duras penas porque cada vez hay menos personas que caminan con las manos en las espalda. Quizá el mundo necesite más abuelas paseando a pasitos cortos y menos rescates financieros. Quizá deberíamos dejar de escondernos de la lluvia y empezar a alimentar a los gatos callejeros. No lo sé. Sé pocas cosas yo.

Pero a mí me hizo llorar. En silencio y flojito y sin dejar de mirarla. En medio de Madrid, en un barrio que no es el mío y que me agobia de día y me asusta de noche. En una ciudad sin mar. En un mes de Mayo inevitablemente lluvioso.
Delante de un gato callejero pequeño y sucio que roía pedacitos de mortadela de aceitunas.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Cada vez mejor.
¡Que grande eres gregatrey!