Él conducía felizmente tranquilo.
Cuando llegaban a un cruce, él paraba a un lado de la carretera y ella levantaba la vista del cuaderno. Y desplegaban un mapa enorme de colores. Cruzado de líneas rojas y amarillas que bailaban alrededor de la mancha azul irregular del centro. Desplegaban el mapa, juntaban las cabezas y seguían la línea amarilla con el dedo hasta el cruce y dejaban los dos dedos ahí, juntos.
Y entonces decidían qué camino cogerían. Y era fácil porque siempre estaban de acuerdo.
Cerraban el mapa y él arrancaba el coche y tenía que hacerlo varias veces porque el motor ya contaba varios veranos de más.
Y ella silbaba entre dientes y abría el pan y lo untaba de mermelada de melocotón. Y merendaban con el viento en los labios y las pupilas fijas en el camino. En algún punto impreciso entre la tierra y el mar.
Juntos.
Y todo lo demás les daba bastante igual.
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