martes, 6 de agosto de 2019

Lejos de la ciudad - Muerdo

Se está quemando un monte en Madrid, ¿no?
Conducíamos hacia la playa, ella se giró un momento y dijo se está quemando tu casa, ¿no? Lo dijo como por hablar de algo, como para romper el silencio, en el descanso entre canción y canción. 
Lo dijo porque Radio 3 hace una pausa de anuncios al final de "Cuando los elefantes sueñan con la música" que es quizás demasiado larga. 
Yo dije ah sí, no tenía ni idea. Y abrí google y ahí estaba. 

Un monte en Madrid quemándose. 
Yo disfruto de decir que vivo en Madrid pero que no soy de Madrid. Disfruto odiando la ciudad que me ha criado y me ha cuidado y me ha enseñado a coger el Metro y a caminar rápido y a comer de pie. 
Disfruto diciendo que lo mejor que tiene Madrid está fuera de Madrid. 

Pues resulta que lo mejor que tiene Madrid se está quemando. 
O sea no. No es verdad. Se está quemando un trozo pequeño. Los bomberos que tiene Madrid y los que tiene Segovia son superheroes. El fuego está casi controlado. Lo mejor que tiene Madrid no se ha quemado. Pero puede quemarse. Creo que eso es lo que me ha anudado el estómago mientras N. conducía hacia Fornells. Mientras la radio hablaba de música y yo no escuchaba.

Puede quemarse la charca en la que vi este verano siete gallipatos. La charca que mi hermano cuida y mide y vigila -guardián solitario en la noche- mientras el resto dormimos. 
Puede quemarse la encina que planté con Javi. 
Los pinos a los que trepé con Y.
El abedul que encontramos detrás de un muro de piedra, abrazado a la roca. Luchando contra la desaparición. El último abedul. Puede quemarse y desaparecer y ser de verdad el último.
Puede quemarse el roble bajo el que César y yo estuvimos casi dos horas mirando pájaros. En silencio. Felices. 
Puede quemarse (y se ha quemado) el monte al que llevé a mis amigos cuando quise enseñarles lo mejor que tiene Madrid. Se han quemado nuestros baños en el río, la merienda en el prado, el atardecer desde el puerto.
Pueden quemarse los alcornoques que no he visto. Pueden quemarse y entonces dejarán de existir y yo nunca habré acariciado su corteza. 
Puede quemarse el mirador en el que a Winnie y a mí nos atacó un zorro. 
Puede quemarse y se ha quemado el trozo de sierra que dibujé con acuarelas hace unos meses.
Puede quemarse y se ha quemado la familia de pinos silvestres que plantamos hace dos años. Que ya habían echado raíces y sobrevivido dos inviernos. Que eran preciosos y tenían las hojas verde brillante. Y que eran míos y que ya no están. 

Puede quemarse y se está quemando lo mejor que tenemos que es el bosque. 
Puede llenarse de basura y se está llenando de basura lo mejor que tenemos que es el mar.
Pueden secarse y se están secando lo mejor que tenemos que son los ríos. 
Y nosotros no nos estamos dando cuenta. 

Vivimos creyendo que lo mejor que tenemos que es de cristal no va a acabarse nunca. Que es infinito. Y un día alguien te mira de reojo y te dice "oye, está desapareciendo tu casa". 
Y tú no lo sabías. 
Y ya no puedes hacer nada, porque ya no está, porque ya no existe. 
Y aunque apagues el fuego ya no está. Porque después del fuego solo queda humo, cenizas y gris. 

Hay que hacerlo ahora. Hay que hacerlo de verdad.
Hay que hacerlo ya y no hay que hacer otra cosa. Porque no hay otra cosa que sea mejor que lo mejor y lo único que tenemos que somos nosotros y el lugar que habitamos y el espacio en el que somos felices. 

No podemos permitir que se queme y se está quemando.

viernes, 22 de marzo de 2019

Anhelando iruya - Perota Chingó

Había hoy un colirrojo tizón posado en la mesa de la terraza.
Mientras yo desayunaba café quemado y tostadas frías, él se comió las migas que quedaron de aquella noche.
Me ha parecido poético, ya ves. Un pájaro negro, pequeño, delicado y tímido, devorando uno a uno los restos de lo que tú y yo somos. Éramos, supongo. Haciéndonos desaparecer.

Desayuno en silencio mirando como un pájaro con nombre de criatura fantástica devora a tus hijos y pienso que tal vez no quedaba en casa nada más de ti ya que migas de pizza.
Nada más, he lavado hoy las sábanas.
Nada más, he tirado las flores de la mesa.
Nada más, me estoy comiendo como el colirrojo el medio aguacate que quedaba en la nevera.
Pienso que no sé si te echo de menos a ti o es sólo que me da miedo no volver a ser feliz. Tan feliz, quiero decir.

Son casi las diez. No ha salido el sol, ni va a salir. Sale poco el sol últimamente.

Mañana hay un eclipse de Luna, vimos el último juntos. En verano. En pantalón corto, felices. No creo que te acuerdes, no creo que me llames. Creo pocas cosas últimamente.

No sólo no va a salir el sol, sino que además está empezando a llover. El colirrojo se queda quieto, mojándose. Sin saber qué hacer. Preguntándose si merece la pena mojarse las alas por las pocas migas que quedan. Como yo.

Me acerco a la ventana, para abrir, por si quiere pasar. Sigue lloviendo. Creo que me mira. No sé si me ve. Abro, un poco, haciendo apenas ruido.

El colirrojo se asusta y vuela, como tú.
Lo veo volar y se me saltan dos lágrimas. Por fin. Tenía ganas de llorar, ya ves.

Cuídate. Digo y sé que no me oye.
Pero me da igual. Me importan pocas cosas últimamente.

Texto premiado en el XXV Concurso de Literatura Epistolar de Calamocha (que está en Teruel)


domingo, 24 de febrero de 2019

Niña de la selva - Ombligo

Hay una cosa que pasa a veces cuando escalas que es que te descubres en un sitio del que no sabes cómo salir. Un sitio incómodo.

Las manos agarradas a un resquicio de roca, un pie apoyado en un saliente pequeño, el otro flotando cerca de la pared. Buscas con los ojos y las manos y no hay nada seguro y cerca. Nada.
Pero no puedes quedarte ahí, agarrada a la nada, mucho más tiempo, tampoco.

Normalmente, en estas situaciones descubres de pronto un hueco o un saliente. Una muesca grande, manchada de magnesio. Un clavo ardiendo, vaya. La huella en el camino de aquellos que vinieron antes que tú.

Está ahí, segura y cómoda. Casa.

Pero para llegar tienes que soltarte de la minucia donde estás. Claro.
Porque el refugio está lejos.
Entonces hay que saltar. Y entonces saltas. Y entonces puede ser que te agarres y todo bien y venga, a seguir.
Pero puede ser también que no llegues al refugio. O que llegues y no lo agarres. O que lo agarres y se te resbale la fuerza. Y hala, al vacío contigo.
A esta cosa de caerse después de saltar que pasa a menudo en escalada se le llama volar.
Y es precioso de ver pero difícil de hacer. Claro.

Ocurre también otra cosa. Una más. Y es que en cuanto ves, en cuanto sabes, que hay eso allí, que tienes que ir allí, hay que hacerlo. Porque cuanto más tiempo pasas en el resquicio más cansada estás, más tensos tus brazos, más te duele el pie que sujeta todo tu miedo. Puede pasar, incluso, que tus dedos suden y tus piernas tiemblen y hayas pasado demasiado rato atada a nada y entonces te escurras. Sin más. A eso de escurrirse sin más en la vida en general y en la escalada también se le llama caerse.

Pasa otra cosa más todavía. La mejor. Y es que si no vuelas, te caes. Siempre. No hay otra. No hay más salida que el valor. No se puede huir si no es hacia delante.
Y si no arriesgas, pierdes. Siempre.

Yo me he caído muchas veces. Pero no he volado nunca.
Ya ves.
Me da miedo.

Os iba a poner un video de Adam Ondra escalando. Pero no he encontrado ninguno en el que lleve casco, y me he imaginado una conversación futura con mi madre sobre lo peligrosísimo que es escalar y ten cuidado. Así que nada de Adam Ondra.
A cambio os dejo una canción que me hace feliz. Sin más. Adam, ponte casco, porfa. Que no te cuesta nada. Que te lo regalan, seguro.