Y que puede vivir sola el resto de su vida.
Que no tiene patria, que le sobran la mitad de las cosas que tiene, que el dinero es un invento del Corte Inglés. Que para qué quieres móvil habiendo timbres para llamar a las puertas.
Una piensa que no necesita techo, ni cocina, ni un sofá grande, ni un jardín en el que pasar las mañanas los domingos, porque basta con una mochila en los hombros y sonreír.
Una piensa que el mundo es pequeño y fácil.
Que la vida es corta y brilla.
Que al final, nada es para tanto.
Y una está bastante segura de tener razón.
Hasta que un día, gira una esquina con la mochila en los hombros y el inicio de una carcajada en los labios y le llega el olor a castañas asadas.
Y aunque Octubre no ha hecho más que empezar, una nota que hace un poco más de frío.
Y aunque Skopje está esperando a que ella descubra su bazar y su río y sus puentes de piedra, una deja la mochila en el suelo y se acerca al vendedor a pedir, por favor, una castaña.
Una sola.
Y el vendedor, que tiene los ojos azules, el pelo gris y una sonrisa seria preciosa, asiente, y coloca entre sus dedos un puñado de calor color marrón.
Y una se sienta en un banco mirando en silencio ese pedacito de Navidad que aún humea.
Sintiendo cómo la libertad le quema las yemas de los dedos.
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