Hace ya un tiempo, el suficiente como para que lo hayamos
olvidado, cuando los árboles aún no habían dejado de crecer y sobre la Tierra
había más flores que monedas, la Luna estaba mucho, muchísimo más cerca de
nosotros.
Estaba tan cerca que en las noches en las que se
transformaba en un pequeño hilito de luz como hoy, los niños de los pueblos de
montaña subían a los árboles para intentar alcanzarla.
Estaba tan cerca que algunos, los más altos, los más ágiles,
los más traviesos y los más felices, llegaban incluso a conseguirlo algunas
veces. Especialmente en esas noches de
verano en las que todo, incluso subirse a la Luna, es un poco más fácil.
Subían en pequeños grupos, ayudándose unos a otros, tirando
de los más chiquitos y animando a los más miedosos. Subían y contaban cuentos,
jugaban a esconderse y dormían cuando el miedo a la oscuridad y a lo enorme de
lo desconocido se lo permitía. Porque eso es lo que hacen los niños cuando se
les deja ser felices.
Y al amanecer, cuando la Luna empezaba a despedirse,
bajaban.
Y volvían corriendo a casa, riendo a tropezones. Entraban
por la ventana descalzos, aguantando la respiración, y a la mañana siguiente se
hacían los remolones cuando sus padres iban a despertarles. Como siempre.
Y como siempre, los padres hacían como que no sabían. Pero
sabían.
Porque ellos también habían trepado a la Luna de niños.
Porque ellos también habían trepado a la Luna de niños.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario