miércoles, 4 de marzo de 2015

Fiesta de la Luna Llena - Quique González

Hace ya un tiempo, el suficiente como para que lo hayamos olvidado, cuando los árboles aún no habían dejado de crecer y sobre la Tierra había más flores que monedas, la Luna estaba mucho, muchísimo más cerca de nosotros.
Estaba tan cerca que en las noches en las que se transformaba en un pequeño hilito de luz como hoy, los niños de los pueblos de montaña subían a los árboles para intentar alcanzarla.
Estaba tan cerca que algunos, los más altos, los más ágiles, los más traviesos y los más felices, llegaban incluso a conseguirlo algunas veces.  Especialmente en esas noches de verano en las que todo, incluso subirse a la Luna, es un poco más fácil.
Subían en pequeños grupos, ayudándose unos a otros, tirando de los más chiquitos y animando a los más miedosos. Subían y contaban cuentos, jugaban a esconderse y dormían cuando el miedo a la oscuridad y a lo enorme de lo desconocido se lo permitía. Porque eso es lo que hacen los niños cuando se les deja ser felices.
Y al amanecer, cuando la Luna empezaba a despedirse, bajaban.
Y volvían corriendo a casa, riendo a tropezones. Entraban por la ventana descalzos, aguantando la respiración, y a la mañana siguiente se hacían los remolones cuando sus padres iban a despertarles. Como siempre.
Y como siempre, los padres hacían como que no sabían. Pero sabían.
Porque ellos también habían trepado a la Luna de niños.


 Continuará.

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